jueves, 29 de marzo de 2012

Fatal

Desde el momento en que vino a este mundo todos supieron que no lo acompañaba una buena estrella. Vino el 11 de marzo, durante una extrañísima tormenta veraniega que trajo consigo cortes de electricidad, inundaciones y aludes. Su madre murió a los pocos minutos de parirlo, y por esto sus hermanos lo culparon durante los quince años venideros.  Al recibir la noticia de la muerte de su esposa, pero sobre todo al ver al niño, el padre perdió el habla, fruto de la pena y de la vergüenza. 

Su piel parecía una verdadera porcelana,  sus ojos eran de un castaño tan claro que bordeaba en lo amarillo, su pelo levemente anaranjado y sus manos blancas y delgadas hacían que no pasara desapercibido en ningún lugar. Con esta apariencia podría haber caído la fortuna sobre sus hombros de no ser porque él provenía de una familia morena, a la cual, que él sobresaliera de esa forma no le venía en gracia. Desde que su padre lo vio por primera vez lo marcó con una mirada de odio, la sospecha de la infidelidad de su difunta mujer le surgía cada vez que tenía que mirar a este pequeño que le parecía tan ajeno… y no solamente a él, sino a toda la villa: el chico era la prueba viviente de su deshonra. Ser “el lindo de la familia” tampoco le trajo mejores vínculos con sus hermanos mayores, que ya lo odiaban por haberlos dejado sin madre. Nunca conviene destacar demasiado en una familia, pues en ella el protagonismo debería ser el bien mejor repartido. Robarse todas las miradas, las golosinas, las caricias, los pellizcos de cachetes, los golpes del padre y hasta los “pelambres” del vecindario era realmente criminal. Con la entrada a la adolescencia ya no sólo fue despreciado y abandonado por su familia, sino también por sus amigos: a nadie de convenía verse opacado frente a las niñas. Él siempre robaba las miradas y las risitas coquetas, y el robar no es bien visto en ningún lugar, por lo cual comenzó a ganar golpizas cada vez más frecuentes: ya no sólo era en su casa, sino también en el liceo y camino a casa… ¡qué fatalidad la suya venir a este mundo!  

El día en que cumplía 15 años dejó su casa tratando de no llevar en su maleta su oscuro destino, cosa que al parecer no resultó pues en su partida lo acompañó la ola de calor más grande del siglo. No dijo a nadie donde iría, ni se despidió de persona alguna, sólo dejó una carta donde decía que se iba lejos a buscar una mejor vida y un mejor futuro, pues sabía que le esperaban cosas muy grandes. Al leer la carta su hermano mayor sonrió y dijo “que nunca se le ocurra convertirse en presidente, porque ahí sí que se vienen terremotos, maremotos, inundaciones y sequías y nuestra angosta faja de tierra desaparece”. Todos en la mesa rieron y continuaron cenando. 

lunes, 5 de diciembre de 2011

Me gusta cuando callas...

Extrañamente, la primera frase de uno de los poemas más conocidos de Neruda nos refleja perfectamente bien como sociedad: somos adictos al silencio. Y no es que andemos por la vida sin hacer ruido, sino, más bien, que no queremos escucharlos. Pucha que nos molesta cuando alguien habla muy fuerte, cuando alguien habla demasiado o cuando alguien se hace destacar demasiado; no soportamos los colores demasiado fuertes y menos sobre el cuerpo de algún personaje (a no ser que sea un payaso); somos los reyes del murmullo y cuchicheo, y nos negamos a responder cuando nos increpan. Por más que odiamos que el «flaite» vaya escuchando música en el celular a todo volumen y sin audífonos, no podemos romper la majestuosidad de nuestro silencio para encararlo (que lo haga otro). Somos secos para poner miradas feas al estilo “Zoolander”, pero jamás nos atrevemos a hablar… Esperamos que el otro nos interprete. Nos comemos la risa y la rabia. Y por más que sabemos que nos están  penqueando nos quedamos callados… y pobre que otro alegue… eso tampoco nos gusta.

Esas son las expresiones que clásicamente se le atribuyen a la gente provinciana o «huasa», como escuchaba cuando era niña, y creo que tienen razón. Desde que vivo en la capital (soy de Conce) me he dado cuenta que el provincianismo nos brota por los poros: somos un país provinciano… un jaguar en lo económico (puede ser), pero un jaguar provinciano, de esos que gruñen bajito.

He ahí la sorpresa que el mundo, los chilenos mismos y nuestra clase política (hay que nombrarlos a parte, pues no hay nadie más lejos de la gente chilena que nuestros políticos), se llevó cuando comenzaron a poblarse las calles de gente protestando. ¡Alguien estaba haciendo ruido! En lo personal, más que las protestas en Magallanes, contra la aprobación del proyecto de Hidroaysén, por la educación pública (y más); más que lo anterior, digo, me sorprendió que la gente protestara y cortara el tránsito porque las micros del Transantiago no pasaban. Y que lo siga haciendo. Para mí ese es el hito que podría anunciar un cambio de personalidad en el chileno: sin mayores líderes, ni discursos ni arengas; ciudadanos X, no necesariamente jóvenes, desde hace rato conscientes de que les habían pasado un gol de media cancha, fueron capaces de gritar: ¡No más! 

Espero que esto de aprender a gritar se mantenga, porque el silencio es agradable sólo hasta que comienza a transformarse en estupidez.